Una visita singular - Cecilia Vetti
Detrás de la ventana de ese comedor
antiguo, escuchó un ruido seco sobre el cantero del jardín. Un ruido que no era
un alboroto de grillos, ni de un gato travieso. Era un ruido tembloroso como si
alguien estuviera acercándose.
Dejó sobre la mesa el libro de
Borges. Se había aficionado a Borges como a una droga diaria, una suerte de
manía literaria. Esas lecturas le llenaban el alma, voces tan antiguas como
reales. Los libros de su biblioteca se quedaban quietos añorando una mano que
los sacara de tanto abandono.
Cada vez que terminaba un cuento, se
decía: ¿cómo lo escribió? Yo nunca podría hacerlo, y dejaba su cuaderno de
notas sobre la mesa.
Soñaba con Borges, quería intentar
sus pasos lentos ayudados por el bastón.
No podía imaginar el porqué estaba
enterrado en Ginebra, si el pertenecía a acá, un país distinto que siempre sabía a pena
o a esperanza.
Sabía que Borges no quería irse, se lo
dijo a su amigo Bioy al despedirse.”Me llevan”, afirmó.
Otra vez el ruido y su inquietud,
detrás de la persiana no vio nada. Juntó fuerzas y se asomó al jardín que en
ese otoño lucía pleno de hojas
amarillas. Casi pegado a la puerta, una sombra le sonreía con gesto irónico.
¡Era él, el mismísimo Borges! Le dio paso y Borges apoyado en su bastón entró en
la sala y se sentó en el sillón de pana gris.
Borges suspiró su cansancio de tiempo
en ese comedor antiguo, parecido al de su niñez.
Ignacio no podía hablar, las palabras
atragantadas en su lengua le daban una absoluta mudez.
-¿Por qué me lee tanto?- le preguntó
Borges.
No pudo contestarle, solo movió la
cabeza en señal de asentimiento.
-No se da cuenta que de esa manera
deja huérfanos a los libros de su biblioteca. Hay que variar amigo, para ampliar el lenguaje y la ficción. Si siempre me lee a mí, va a
quedar prisionero de la palabra de un tal Borges.
Ignacio pudo abrir los ojos y vio una
luminosidad en la mirada del otro. Los labios repetían la sonrisa irónica.
-¿Por qué se fue tan lejos- se animó.
-Realmente no lo sé: un avión, Europa,
y una mujer oriental llevándome siempre de la mano.
Antes de irme entreví entre la bruma
del cuarto a Margaret Yourcenar. Creo que es lo último que vi. Nadie quiere
irse del todo, pero alguna vez nos toca, aunque no podamos entrever la luz
blanca y el túnel.
Ignacio asentía con el cuerpo
temblando. Borges se levantó con esfuerzo apoyado en el bastón y le señaló su
amplia biblioteca. A su paso los libros temblaban, plenos de apagados suspiros.
Abrió la puerta y acarició a un gato
que se refregaba contra el césped-
-Me entendió amigo, aunque esté
enterrado en Ginebra siempre perteneceré a este país. ¡Mi país!
Su corazón parecía vaciado, era como
si hubiera seguido los pasos de ese hombre.
Se recostó en el sillón y durmió un
rato tan largo como sus sueños. Luego prendió
todas las luces del comedor y bebió el
whisky preparado para sus tardes de soledad. Quería recordar, pero sus neuronas
habían quedado detenidas en esa singular visita. Se acercó como no queriendo,
el libro de Borges descansaba en el mismo lugar. Pasó su mano sobre el cuero
verde y sintió el frío del metal. Todavía mareado pudo levantar una moneda. Se
dio cuenta que Borges le había regalado el zahir.
Tomó el libro y lo colocó en la
biblioteca, al lado de Bioy Casares. Recorrió los títulos y eligió entre todos
un libro de Margaret Yourcenar. Mientras la moneda se calentaba con la sorpresa
de sus manos ansiosas.
(c) Cecilia Vetti
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