Mi tía Fanny, detective privado - Diego Rodríguez Reis

 



 









Diego Rodríguez Reis 


“Usted conoce mi método: se funda en la observación de minucias”

Arthur Conan Doyle, “El misterio del valle de Boscombe”

 

Bien temprano y antes que nadie, llega, como siempre, tío Alfredo. Diario y facturas bajo el brazo. Hace un mate, solo (Tía Estela siempre viene después, si viene) y sin pedir permiso. Los domingos, o en reuniones familiares extraordinarias, nuestra cocina es una extensión de la cocina de su casa. Va y viene a discreción. Una hora más tarde (máximo) cae la segunda persona: mi tía Fanny, indeclinablemente.




Tía Fanny llega y pone la pava al fuego. Después, husmea en todas partes, revisa todos los rincones. El entrecejo fruncido y la nariz ganchuda levantada, las pupilas como puntas de alfiler: nada escapa a su mirada atenta. Recién cuando el agua empieza a chillar y constatada toda la casa (todos los cambios y todas las permanencias) se sienta en el sillón viejo de la esquina del living―comedor, su sillón predilecto. Ahí, teje interminablemente y toma ese mate suyo, tibio y dulzón. Cada tanto, en raras excepciones, saca del bolso un atado de Virginia Slims y fuma, lerdamente, los ojos entrecerrados, la vista posada allá al fondo, en el paredón del patio de atrás.

Más tarde, más cerca del mediodía, llegan tía Norita y tío Arturo con los mellizos. Si hay sol, a los mellizos los mandamos directamente al patio: ahí no pueden romper nada valioso, nada irreparable.

Papá sale a comprar, por si falta algo. También es una excusa para no tener que verse en la obligación de conversar con tío Arturo, escuchar sus insulsas anécdotas de la oficina de Rentas. Aunque, de todas formas, siempre guarda alguna para la hora de la comida: las divertidas aventuras que atraviesa un ser humano al intentar pasarse de Monotributista a Responsable Inscripto, esa clase de cosas. Mamá va reemplazando disciplinadamente la mesa del desayuno por la del almuerzo. Tía Fanny nunca mueve un dedo para ayudar: mira de soslayo cualquier movimiento, aparentemente recelosa de la progresión de su tejido.




Ya hay olorcito a carne. A veces, muy de vez en cuando (para el día del trabajador o alguna fecha patria) comemos empanadas. Pero generalmente, los domingos, comemos asado. Tío Alfredo es un asador excelente, no importa qué corte, qué carne sea (vaca, pollo, cordero, lechón) siempre trae todo a punto y al mismo tiempo. Papá y Tío Arturo, que no saben hacer asado, objetan cada detalle, proponen diagnósticos y soluciones para mejorar (aligerar o incrementar) la cocción de la carne. Tío Alfredo se ríe mientras les va sirviendo a todos. A tía Fanny primero, claro, que sólo deja su sillón en la esquina para comer y tomar un vasito de vino (rosado abocado, que siempre trae ella misma). Después de la sobremesa, volverá a su sillón, que no abandonará hasta la hora de irse, ya tarde, con la última luz del día.

Tendrá cerca de setenta ya, pero los lleva con gracia y con fiaca. A veces pienso que disfraza sus progresivas imposibilidades motrices con ese andar lento y desconfiado tan suyo, sin embargo, como si fuera propio de su ser y no de su edad. Es tía de mamá, solamente, pero todos la llamamos igual: tía Fanny. La última integrante de los Adler (sin contar a mamá, claro). Mamá dice que no, que tía Fanny siempre fue así, pachorrienta, que toda la energía de la familia la tenía su hermana (la mamá de mi mamá), la abuela Irene. De la abuela, me acuerdo eso: que no paraba nunca, iba y venía todo el tiempo, siempre con cosas en las manos, ollas, sartenes, sillas, sábanas.

Tía Fanny en cambio, se mueve poco: degusta lentamente el pedacito de entraña (lo único que sus dientes pueden masticar) que le sirvió tío Alfredo y cada tanto empuja todo con un traguito de su vino rosado. A veces, se recuesta en la silla y parece dormitar. Por eso, quizá, es que ahora sorprenda tanto que se levante, de un tirón, hacia el patio de atrás. Va hasta la parrilla, parece revisar algo.

Tío Arturo intenta continuar con un relato emocionante del inminente aumento de las tasas municipales, pero ahora todos tenemos una excusa más que valedera para no prestarle atención. Tía Fanny vuelve y lo encara a tío Alfredo.

―Te separaste, Alfredo ―le dice y completa, inquisidora―: ¿Por qué no contaste nada?

Tío Alfredo casi se atraganta con la molleja que está masticando. Tose. Todos lo miramos.

―¿Qué estás diciendo, tía? ―tose un poco más―. Te volviste loca ―y toma un largo trago de vino, un malbec que trajo Papá.

―Te separaste, Alfredo ―repite, insiste Tía Fanny―. No seas sonso, contános qué pasó ―se sienta, se sirve ella un vaso de su rosado abocado―. Después de todo somos tu familia, ¿o no?

Un golpe bajo, pero efectivo. Aunque tío Alfredo aún no se da por vencido.

―¿Por qué decís eso, tía? ―arriesga.

Ella toma un traguito, corto, y responde con otra pregunta:

―¿Por qué te viniste en tren?

Tío Alfredo se pone blanco. A lo único que atina es a repetir (a reformular):

―No sé por qué decís eso, tía ―y tose, visiblemente nervioso. Aclara―: Estela me dejó acá temprano en el auto y se fue a comer con unas amigas.

Tía Fanny saca de su bolso, colgado en el respaldo de la silla, su atado de Virginia Slims, saca un cigarrillo y lo prende.

―Me vas a hacer decir todo a mí ―resopla.

Interviene Papá.

―Pero tía, dejalo tranquilo: si Alfredo te dice que vino en auto, vino en auto ―en realidad, está más preocupado por el orden de la mesa que por otra cosa. Cuando es anfitrión, no le gustan para nada las discusiones; de visitante, en cambio, las propone, divertido.

La intervención le sale cara.

―Vos no digas nada, Armando. Si sos el que menos ve en esta mesa.

Mamá, de la tos que le agarra, vuelca su vaso de vino, que cae sobre la ensalada criolla que hizo también ella misma. Tía Norita y tío Arturo se abalanzan prontamente a buscar algo con qué limpiar el enchastre. Se quedan, sin embargo, los dos con el mismo repasador en la mano, allá lejos en la cocina, cosa de no caer ellos también en la volteada.

Tía Fanny revuelve en su bolso con ambas manos, el cigarrillo en los labios. Al fin, chista y saca una pinza de depilar.  Se levanta, despacio. Todos la seguimos con la mirada. Sale, va hacia la parrilla. Decidida, revuelve con la pinza entre las brasas todavía tibias, hasta que al fin parece haber encontrado algo.  Vuelve con una expresión de triunfo en la mirada. Le enseña a Tío Alfredo el fruto de sus pesquisas: un segmento chamuscado de un boleto de tren, sujeto por un extremo por una pinza de depilar.

―Mirá―y le achaca: ―¿Y ahora?

―Eso puede ser cualquier cosa, Tía ―dice Alfredo, y agrega―: Puede ser de cualquiera.

A estas alturas, todos seguimos el diálogo con estupor, casi con entusiasmo, pero con el miedo de quienes comprenden que ese diálogo aparentemente ajeno los implica misteriosamente. En cualquier momento, cualquiera puede dejar de ser espectador y convertirse en protagonista.

Aún con la pincita y el fragmento del boleto en la mano, Tía Fanny se sienta. Se saca el pucho de la boca y lo aplasta en el plato, a falta de cenicero.

―Mirá, Alfredo: Arturo y Norita vinieron en taxi. Imaginate: en ningún transporte público admitirían a estos dos monstruos ―señala a los mellizos con la cabeza: ellos se ríen, inocentes o indiferentes, las caras y las manos embadurnadas de grasa y gaseosa.

―Yo me vine en un remisse ―prosigue Tía Fanny―. Y los dueños de casa, no creo que vayan a venir en subte a su propia casa, me imagino ―vuelve a enseñar el fragmento de boleto de tren, esta vez a todos nosotros. Lee, recita―: Veintidós de enero, ocho cuarenta y cinco horas. Es hoy, ¿no? Esta mañanita.

Pausa voluntaria, sonora.

―Confesá, viniste en tren. ¿Por qué?

La pregunta es puramente retórica. Tío Alfredo intenta decir algo, defenderse, aunque todavía no se vislumbra bien de qué, pero Tía Fanny no lo deja ni empezar.

―Y si no ―lo ataja―, ¿por qué las llaves de tu auto no están en el llavero? ―y señala el llavero de Tío Alfredo, allá en la repisa de lo que vendría siendo el living―.  Si Estela te dejó acá y se fue con unas amigas como vos decís, ¿para qué iba a llevarse tus llaves del auto también, además de las suyas? ―Recapitula―: Pero ya sabemos que, en realidad, viniste en tren...

Tío Alfredo afloja, un poco:

―Bueno, sí: me vine en tren.

Hace un silencio raro, incómodo. Después confiesa:

―Estela se fue a Lagunita.

La noticia cae como un baldazo de agua fría. Mamá y Papá ya tenían pensado ir a la casa que la familia tiene en Lagunita el martes o (a más tardar) el miércoles, antes de que se terminen las vacaciones de Papá. Tío Arturo y Tía Norita, lo mismo, pero el fin de semana que viene: la novedad no parece modificarles nada, todavía.

―Es peor que eso ―sentencia Tía Fanny, leyendo los pensamientos de todos―. Estela se fue a Lagunita, pero no por unos días nomás: Estela se fue a vivir a Lagunita.

Ahora sí, se desata la tormenta. Todos intervienen, soslayando el tono neutro de una conversación y deciden comunicarse (agredirse) directamente a los gritos. Tía Fanny vuelve a pedir la palabra con un gesto. Le quedan cosas por decir: a ella le interesan menos los resultados que el proceso mismo, el desarrollo de la historia.

―Y además, mirá ―le dice a Tío Alfredo, agarrándole con una firmeza insospechada la mano izquierda―: te sacaste el anillo.

Señala el manchón blancuzco en su dedo anular, donde efectivamente debería estar la alianza de matrimonio, cuya ausencia ninguno de nosotros había notado. Tío Alfredo saca el anillo del bolsillo de su camisa, pero no se lo vuelve a poner.

―Me lo saco siempre para dormir o cocinar ―dice.

―Menos hoy ―replica Tía Fanny.

―Hoy no ―admite Tío Alfredo, ahora sí declaradamente vencido, declaradamente triste.

El ambiente sigue caldeado (Tía Estela sigue en Lagunita: las vacaciones de todos probablemente ya perdidas), pero nadie  se anima a sumarle nada a la escena.

Excepto Tía Fanny, claro.

―Y lo más importante de todo ―agrega―. Fue lo primero que me llamó la atención. Debería haberme dado cuenta enseguida por eso nomás ―se reprocha a sí misma―: Tu suéter, ese suéter que llevás puesto.

―¿Qué tiene mi suéter?

Todos miramos, tontamente, el suéter. Es un suéter bordeaux, con rombos azules. Parece arrancado de una esas películas norteamericanas de los años cincuenta: anacrónico, horrible.

―Ese suéter lo tenés desde hace años. Antes lo usabas siempre, en todas las reuniones familiares ―hace una pausa, va sacando otro cigarrillo, fuma mucho cuando resuelve (o provoca) esta clase de entreveros―. Cuando te pusiste de novio con Estela, lo dejaste de usar. A ella no le gustaba para nada, me acuerdo.

Prende el pucho, ceremoniosa.

―Y si ahora, de la noche a la mañana, te lo volvés a poner... ―deja la frase en el aire, las conclusiones ya fueron sacadas por todos―. Además, ahora te queda chico, Alfredo: parecés un matambre ―agrega, como acordándose.

Aparentemente agotada, se sienta, se toma el último restito de rosado abocado que queda en su vaso. Mamá y Tía Norita se aprontan a levantar la mesa, que está hecha un desastre.

Papá y Tío Arturo se acercan a Tío Alfredo, intentando una conciliación, una solución. Pero no es su especialidad, no es la especialidad de nadie en la familia, y la cosa dura poco: al rato, otra vez los ganan los gritos, las mutuas acusaciones, recriminaciones.

Yo los ignoro. Me llevo a los mellizos al patio de atrás, después de darles un cucurucho de helado cada uno. Con una cuchara, voy comiendo directamente del pote, mientras miro (admiro) desde afuera la escena y, sobre todo, a Tía Fanny.

Todos se pelean ahora, claro. Y entre el barullo y el griterío, Tía Fanny sonríe, complacida, sentada en su sillón, su rincón, los ojos entrecerrados, el Virginia Slims detenido entre los dedos.

Más tarde, ya cercana la noche, cuando todas las peleas han arreciado, cuando todos se han dicho (y luego rectificado) de acusaciones e imprecaciones terribles, para después ofrecerle ayuda y apoyo a Tío Alfredo, acompaño a Tía Fanny hasta la puerta, a ayudarla a subir al remisse que viene a buscarla.

Entonces veo, en la vereda de enfrente, dos hombres conversando, parados frente a una ventana: uno, alto, camiseta sin mangas, las manos en los bolsillos; el otro, petiso, morocho, de gorra y con varias bolsas en las manos. Tentado, hago una prueba, rápido.

―Mire Tía, allá enfrente.

―¿Qué? ―pregunta, como volviendo en sí, quién sabe qué estaría mirando, qué piensa, qué construye con lo que ve.

―Esos dos tipos de allá enfrente.

Levanta la vista, los párpados pesados (a esta hora ya la empieza a ganar el cansancio, el sueño) y mira a los hombres mentados, que siguen charlando lo más tranquilos.

―Sí, los veo ―me dice―. ¿Qué tienen?

―¿De qué trabajarán? ¿Qué harán de sus vidas? ―me mira como enajenada, incomprensible―. Digo yo, me pregunto...

Ella se queda en silencio unos segundos. Vuelve a mirar a los dos tipos de enfrente, que se saludan, ya comenzando a despedirse.

―¿Y yo cómo voy a saber quiénes son y qué hacen? ―estalla―. Vos me preguntás cada cosa, nene.

Pero le queda picando la duda, según parece. Vuelve a mirar, esforzando la vista. Después, desilusionada, dice:

―No. No los conozco. Pero el petiso se parece al primo Roque, el hijo menor de la Inés ―tose fuerte, drástica, un par de veces―. Vos no lo conociste: murió jovencito, en un choque, pobre...

Deja (dejamos) que la última palabra quede resonando, reverberando en el silencio.

Llega el remisse y la ayudo a subir. Le cuesta. De día y en medio del fragor, es luminosa. Ya a esta hora y en estas acciones cotidianas, prosaicas, se opaca. Se le nota la edad: los años que lleva encima, el cansancio, el aburrimiento.

El remisse arranca y desaparece de mi vista, unas cuadras allá adelante. Miro enfrente, los dos tipos ya se fueron, también, cada cual por su camino. Hago un esfuerzo: intento recordar sus ropas, o sus caras, sus gestos y después con eso, no sé, pensar distinto, construir algo. Pero entonces Papá me grita desde adentro que saque la basura. No respondo. Me acuerdo (algo me hace acordar, no sé qué) de que en la primera semana de Febrero rindo el final de Análisis del Discurso, y que no tengo nada preparado. Me descuido y se me pasa, volando, el tiempo.

Una caravana de autos pasa tocando unos bocinazos infernales. Unos perros asustados se me vienen encima: los esquivo, los espanto con una patada fallida. Papá vuelve a gritarme que saque la basura.

Resoplo, sacudo la cabeza, voy entrando.

Así, pienso, en estas condiciones, nunca hay tiempo para lo fundamental, lo que de verdad importa, al fin y al cabo, a lo que aspiro: la observación atenta y absolutamente desinteresada de las cosas.

© Diego Rodríguez Reis

Villa La Angostura

Provincia del Neuquén 

 Diego Rodríguez Reis. Escritor, Profesor en Lengua y Literatura, y Especialista en Ciencias Sociales con Mención en Lectura, Escritura y Educación. Desde 2010, eligió como lugar de residencia la ciudad de Villa La Angostura. Ha publicado nueve libros de narrativa y poesía. Textos suyos han integrado publicaciones de Argentina, Chile, Brasil, Colombia, México, Estados Unidos, España y Alemania. Ha participado, como autor, co–autor, corrector o editor, en la publicación de más de setenta obras de ficción y no ficción. Se ha desempeñado como jurado en diversos concursos, tales como las convocatorias del Fondo Editorial Rionegrino, la Editora Municipal Bariloche, la Editora Cultural Tierra del Fuego y el Premio Internacional Itaú de Cuento Digital. Formó parte del Centro Editor Municipal de San Martín de los Andes e integró el Consejo Directivo del Fondo Editorial Neuquino. Dicta Talleres de Escritura Creativa. Co-dirige el sitio La zona (crítica y ficción).

Del libro Argentinos a las cosas (Mención Especial del Jurado Concurso Nacional de Cuento y Poesía “Adolfo Bioyy Casares” 2024, inédito).

 

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