El acantilado - Cecilia Vetti
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Cada vez que
ella se marchaba, era como una mutilación, mi cuerpo quedaba detenido y al momento
oscilaba en el aire buscando una salida para retenerla. Solía gritarle cuandollegaba
al camino pedregoso y casi deseaba que cayera por el acantilado y así,
desesperada,pudiera necesitar mi ayuda.
Ella tenía su
vida y sus obligaciones, nada podría detenerla. En esos momentos solo existía su
hijo esperándola en el internado. ¿Cómo la esperaría él? Ni siquiera tendría
una marca en el cuerpo o un ojo amoratado. Era un chico muy inteligente.
Alguna vez, yo
la había oído cantar por la mañana, con esa entonación que elevaba el alma hasta
causarme dolor. ¿Qué podía saber de ella ese niño? Una maestra cariñosa seguro
que le causaba más contento que el de su exigente madre. Pensaba en el niño, él
no tendría la intención de que ella se cayera entre las piedras para
retenerla…era su madre.
En mí cabían
tantas cosas que ni yo mismo conocía, un cuerpo transportado a otro cuerpo.
Mi mente se
resistía con cierta crispación haciéndome ver la necedad de mis actitudes.
Puede uno
volverse incapaz y no sentir el latir de su pecho si no puede recostarse en lo amado.
Puede percibir los primeros rayos del sol sin asombrase, y el acostarse de la
luna con remolona actitud entre rosados y violetas juntando el acontecer del
día.
Me sorprendió el
viento desgarrando las cortinas del cuarto. Mi abuela podía haberse infartado
al verlas maltrechas, colgando como palomas muertas. En el fondo, me alegré de esa
rotura, las cortinas estaban viejas, agrisadas por el tiempo irrespetuoso en
oportuno acoso con el viento. Llovía…
Ella volverá, me dije. Casi no me importaba su comprensión, solo quería su amor,
el calor de su cuerpo. Ella me lo había dicho mientras jugábamos a enamorarnos : “ Mi
amor es solo para ti, creo que si no te tengo me muero” Todo lo que ella expresaba era lo
que sentía en ese momento y no podía reprimir. Valoraba la palabra sensual más que la
actitud sexual.
Había en su
decir una sexualidad innata que me conmovía. Eso quedaba grabado en mi no decir,
diciéndolo.
Ya al atardecer,
cuando yo salía del letargo del sueño, ella volvía y era como si la casa misma
despertara de la pesadilla de no tenerla. Acariciaba las flores del jardín,
hablándoles como a niños pequeños. Al mirarlas, me parecía que las flores le
contestaban con un perfume distinto, porque el jardín exhalaba una fragancia
única.
Al verla
comprendí que el amor está en uno y ni siquiera tiene que ver con el ser amado.
Ese ser que se
convierte en un objeto para justificar nuestro extravío. ¿Qué es el amor, una sensación,
una culpa, una condena? Un miedo de perderla a cada instante. Sin esas circunstancias
el hombre vive media vida, con una utopía perdida.
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Me levanté entre
las sábanas revueltas y no pude recordar mi sueño. Se había escapado en el
sopor de la tarde. Mire por la ventana y pude ver sobre una rama, a dos pájaros
alimentando a su cría, después echaron a volar para buscar más alimento. El
vuelo de los pájaros era tan perfecto, que un hondo suspiro se escapó de mi
boca, como instándome a volar. Si pudiera ser pájaro, pensé: me escondería en un
tejado y ya nunca volvería acaminar cerca de los acantilados.
Una mujer grita
pidiendo ayuda, no quiero oírla. Ella es un sueño perdido en una tarde de verano,
con la extraña costumbre de caminar por un sendero peligroso.
© Cecilia Vetti
Banfield
Provincia de Buenos Aires


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