Reinaldo E. Marchant- Me gusta más cuando la sueño (fragmento)





Reinaldo Edmundo Marchant

Me gusta más cuando la sueño (novela-fragmento)

Alguien tal vez se pregunte por qué he decidido soltar a los bichitos que dormían en mí y sólo puedo responder: "ni yo lo sé. Simplemente tenía que hacerlo". Sí he dispuesto todo esto para que dejaran de comentar que parecía estúpido y boquiabierto  el día completo.

He de afirmar sin tardanza: lo que sostienen tus manos no es una novela. Es la puerta que abrí para que toquen mis carnes. O la inercia vital que las sacude.

Hasta ahora nadie conoce mi nombre y ello me enaltece. Quedaré agradecido si descubren al hombre que se oculta en la montonera de colores.

Al hombre aislado, sin relación con los demás, que viene a ofrecer el amor de sus movimientos, retablo que se desborda en inocencia (perdón por hablar con este modo: no tengo otro).

He amado profundamente un sueño y no sé qué significa. Lo mismo que la vida, que un día comienza y nunca se sabe como termina.

Ya sé que todo cuanto emprendemos es insignificante al lado de la simple brisa que acompaña a los ríos.  Pero es necesario hacer un mínimo ejercicio: fundar lugares donde en libertad se agiten espejismos, pues por ahí, sin sobresalto, podrá descender repentinamente un ideal.

Quizás sea un pájaro con facha de soberano y héroe, emplumado en abundancia y de chispeantes ojos amarillos. La mismísima ave que, un buen día,  cayó a pernoctar en las ramas de mi geografía.

No tengo más que ofrecer que un surtido de palabras. Si llegan a ellas, desde algún lugar sentiré vuestro aliento y, juntos, estremeceremos a las cosas que viajaban en solitario.

Ya pasó mucho tiempo de aquello y he llegado a una conclusión: la belleza también se anida en unos pensamientos que el mundo ignora. La luz ilumina las imperfecciones. Es hora de que conozcan las mías. Aunque no lo crean ¡esa será mi victoria!

Deliberadamente ofrezco mi mano para que asistan a mis paisajes. La puerta está ahí, pueden abrirla. Adentro podrán  refrescar los corazones y tocar las huellas del viajero que, hasta ayer, se ocultaba bajo la sombra  de un árbol milagroso.

He preparado el mínimo detalle para que puramente las bofeteadas  impacten en mi cara. De sus rostros, radiantes y normales, yo velaré con celo y bravura. ¡Es una promesa!
                                                                     
Existe algo que, creo, afirmé en algún instante: Me gusta más cuando la sueño. Porque cuando la sueño no le hago daño ni me hace daño. Créanme: no se trata de lo que ustedes piensan...

















































LA historia comenzó un martes por la mañana.

Hurgaba la tierra de un macetero. Era un tiesto redondo y ancho. De greda. Tan ancho era que mis brazos no lo cruzaban. Observaba la cadena social que armaban las hormigas, deslizándose en hilera por el delgado chorro de una madera. La fuerza no nace de la fuerza, la fuerza nace de nuestra debilidad, era el lema que las conducían en ese trajín incansable, moviéndose en columna de forma constante, unas apoyadas en las otras, tomadas de las invisibles manos, con persistencia, orden y sentido del deber, compartiendo el grano de azúcar o de sobra, manteniendo la comunidad milenaria que habían construido. Yo seguidamente las analizaba y entre dientes susurraba: el mundo sería más sensato si fuéramos como las hormigas.

Y sonreía por el imposible.

Habitábamos un viejo y pequeño caserío, frente al Parque Forestal y a boca de jarro del río. En la vereda inmediata existía hace más de ciento ochenta años, según versión de mamá, un extraordinario plátano oriental con un espeso amasijo de hojas y ramas, alargado fácilmente veinte metros arriba, tan anchuroso que una vez no pude medir su tronco áspero y plegado de arrugas.

El millar de hojas y ramas no dejaban ver el caserón y eso me gustaba.

Como no había patio trasero, mamá llenaba de maceteros y tiestos de mimbres aquel oblongo balcón de madera, montado por un arquitecto de apellido Zenteno, el primer rentista del inmueble.

De él se contaba que tenía un perro juguetón, que se plantaba a correr cuando llovía, a tragar goteritas y que gustaba olfatear amistosamente a una paloma que indefectiblemente se detenía en la barandilla hacia el atardecer. En cierta ocasión, al bajar por el Puente Peatonal Condell, el sabueso descubrió fenecida a la paloma y el martirio lo apesadumbró en extremo: jamás regresó al balconcillo.

El arquitecto, que no pudo soportar la tristeza de su mascota, se mudó en cosa  de semanas y llegamos nosotros, con dos camiones colmados de vasijas y cachivaches, lámparas de lágrimas, santos de maderas, platería, retratos de araucanos antiguos, jarrones isabelinos de porcelana, sahumadores, un par de candelabros, un sillón giratorio, dos alfombras persa Keshan, algunos cuadros de paisajes bucólicos, objetos decorativos, una colección de cajas de madera y bronce, una cruz colonial de fierro fundido, un piano corto de marca Erard, mesa de comedor en caoba y muebles más vetustos que finos, estilo Luis XV (según mamá). Bueno, de todo no puedo dar absoluta fe...


La casa se hallaba a unos cuantos pasos del afluente.

Para llegar al parque apenas debíamos cruzar algunos de los tantos puentes peatonales. Se extendían ante mi ventana los limpios cielos, la ribera de las aguas y el ramaje de aquel gigantesco árbol. Desde ahí la atmósfera cambiaba un par de veces al día y conocía esos horarios. ¡Una tarde, mientras mi hermana tocaba el piano, me pareció encontrar dentro de mi habitación a una imprudente luna!

Era un caserío de muchas piezas separadas con pilares de madera y un anchísimo ventanal que daba al exterior. Usualmente estaba abierto para que entrara aire fresco. En el cuarto de visita colgaban unas lámparas de bambú y cortinas de coscolino, que dejó a modo de obsequio el arquitecto Zenteno.  Desde el umbral, admiraba las cumbres de la Cordillera de Los Andes y en momentos de quietud, ponía atención a palomas y tórtolas que arrullaban en sus nidales.

En ese momento el universo era un revoltijo de paisajes que deslumbraban.

Me encantaba ese cariño con que mamá alimentaba, cuidaba y hasta le hablaba a las plantas. Nunca pensé que estaba loca porque le conferenciaba a las plantas. Otra gente sí decía que tenía pelados los cables. Yo no. Era cándido lo que hacía con la naturaleza. Ella afirmaba que las matas oían lo que uno decía, y que se ponían más agraciadas, engordaban felices, que las flores y plantas eran como nosotros, simples mortales, pero con sentimientos sumamente más puros.

—¡Son los angelitos del planeta! —afirmaba—. ¡Como tú!  

Y yo le sonreía a esa sentencia. 

Apuntaba que las flores debían ser cortadas a primera hora de la mañana, con el rocío encima, y había que seleccionar a las que estaban con la boca entreabierta, para que la fragancia, brillo y el color se mantuvieran durante días. 

Cuando las ponía en un espacioso jarro de cristal, las agrupaba en armonía, a buena altura, dobladas o rectas, de modo que «la flor parezca indicar algo», de  esa forma preservaban su belleza natural, «cada una debe mirar en cierta dirección y encaje como si fuera una criatura viva». Me enseñaba que las flores tenían que sobresalir un pie y tres o cuatro pulgadas de la boca del jarrón, «si no es así estarán ahogadas y carecerán de elegancia». Aseguraba que su gran alimento era el rocío matinal o el agua de lluvia. Ante la escasez de estos nutrientes, se debía recurrir a la miel o agua hervida, «es preciso atenderlas cada día para que nunca marchiten. Como todas las cosas de la vida...». Yo la miraba y oía.

Y sonreía mucho, sí, con los ojos achinados.

En momentos de soledad, cuando ella salía de compras o no estaba simplemente en casa, partía al balcón, y también platicaba a las plantas y flores, les silbaba canciones, soltaba galanterías, aseaba cuidadosamente sus pétalos y el tapiz de capa espesa de hojas anaranjadas, es decir me afanaba exactamente en lo que mamá repetía día a día. Y me sentía bien. Con una serenidad espiritual. Era como rezar. Porque cuando uno reza lo hace teniendo certeza de que Dios y su Hijo escuchan... En alguna parte escuchan. Bueno, no era mi afán ir tan lejos.

Perdón.

Porfiadas ocasiones el gordo, mi padre, o una hermana me descubrieron dando de beber a un cedrón, por ejemplo, pero no me interrumpían. Oían que reseñaba cosas. Armaba pequeños diálogos. Decía esto y aquello.  Ahí mi hermana se ponía un dedo en la sien, como diciendo que estaba chiflado de la cabeza. Yo le respondía con besos y besos en la cara, le soltaba requiebros, acariciaba su cabello largo y radiante, hasta que ella decía: ¡ya, basta! Entonces me quedaba quieto, poniendo caritas chistosas que fingen los hazmerreíres de circo. De ahí ella decía: ¡Estás perdonado! Y mis ojos se ponían achinados de jolgorio.

Me encanta el cedrón. Al crecer expele un aroma primoroso, tan exquisito que le pedía al gordo creara un perfume con ese aliento, de forma que dejara de emperifollarse con una fragancia de bajo costo. Uno que compraba en la vega de Recoleta, que despedía un aroma sinceramente infame.

Papá tomaba a risa mi sugerencia.

Pues bien, esa mañana fue distinta a todas las anteriores. Natalia tecleaba suavemente un tema de Chopin y yo oía la música en el balcón, absorto en una especie de fascinación, cuando escucho gritar a mamá:

 —¡Peter, Peter!

Peter soy yo.

(c)Reinaldo E. Marchant

Santiago de Chile

fragmento de la novela Me gusta más cuando la sueño, Editorial Amanuense, publicación autorizada por el autor. 










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